domingo, 22 de noviembre de 2009

ARTISTA

ARTISTA: Acerca del artista reina un general desconcierto. Su existencia es indudable, pues a ellos atribuimos la aparición de obras de arte, los artistas son gente en verdad existente porque con su nombre nos orientamos en la espesura de sus obras.

En el capitulo anterior Azúa muestra las diferencias entre artista y artesano, ahora debido a que la energía del romanticismo ha contaminado tan profundamente las fuentes de nuestro juicio tendremos que pensar en el artista como alguien autónomo, independiente, libre y genial. Pero he aquí el error de miles de jóvenes que se creen tanto más artista cuanto más autónomos, independientes, libres y geniales sea. El significado que aparece en el diccionario de artista, como hemos visto antes, es la persona que realiza o produce obras de arte. Lo que se entiende por Artista depende por lo tanto del significado de la palabra "arte". Como el significado de la noción “arte” se va modificando con el paso de la historia, el significado de artista podría definirse o estudiarse desde un punto de vista histórico ya que depende de las ideas estéticas que se hayan instaurado en cada época.

Son artistas por ello: los pintores de las cuevas de Altamira, los antiguos dibujantes chinos, los escultores y los arquitectos griegos, los artesanos medievales, los grabadores del Renacimiento, los pintores del Barroco, los vanguardistas del siglo XX, los creadores de instalaciones y performances actuales, los programadores de net.art, los dibujantes de cómics y los pintores contemporáneos, entre muchos otros.
En el artista casi siempre se supone una disposición especialmente sensible frente al mundo que lo rodea, lo cual lo lleva a producir obras de arte. El artista es un individuo que ha desarrollado tanto su creatividad como
la capacidad de comunicar lo sentido, mediante el buen uso de la técnica.

Éste es el significado del diccionario pero Félix de Azúa recurre a la fábula para explicárnoslos Éste compara a los artistas con los oteadores de los trenes nazis cargados de judíos, que se subían a hombros de sus compañeros de pesadillas para narrarles lo que iban viendo, a través de las entradas de aire, del paisaje que atravesaban. . Nos propone dos mundos: mundo luminoso (el mundo de los vivos) y el mundo del horror (vagones) el oteador como el que une esos dos mundos, y la ventanilla la identifica con el arte. En las muchas memorias y abundantes libros de recuerdos que han ido editando los judíos que sobrevivieron al Holocausto hay una figura que aparece con frecuencia y cuya actividad posee un interés muy especial, los oteadores. Cuentan los supervivientes que tras ser detenidos y agrupados por la policía política alemana y francesa, eran almacenados en trenes especiales cuyos vagones habían servido para transporte de ganado. Los vagones, que eran de puerta corredera, traían unos mínimos respiraderos en la parte superior,por los que entraba la escasa luz que permitía a los oteadores observar el mundo exteriror.

Los presos de cada vagón elegían espontáneamente a una persona para alzarla hasta el respiradero con el fin de que fuera dando cuenta de lo que desde allí se divisaba. Solían escoger a alguien liviano, aunque despierto, de modo que pudiera ponerse de pie sobre algunos compañeros que con extraordinario esfuerzo le ofrecían sus riñones como tarima. El vagón entero se retorcía con dolorosa y agotadora contorsión para facilitar a los oteadores el acceso a la mirilla. Los presos necesitaban saber dónde estaban, adónde les conducían, qué tierras cruzaba el tren, qué gentes las habitaban. Para averiguarlo estaban dispuestos a los mayores sacrificios.

[ Ningún oteador consideró nunca su tarea como una opción personal y libre, movido por su genialidad. Sabían que su tarea no les pertenecía, sino que era el fruto de un pacto colectivo. El conjunto entero de presos, en el vagón, era la fuerza que soportaba al vigía, y el grupo entero era el que aceptaba o rechazaba sus observaciones. Las visiones y relatos no eran, por lo tanto, el fruto de su carácter o la expresión de su espíritu, sino una relación efímera e instantánea, un acuerdo compartido por unos cuantos, por muchos o por todos, sobre la verdad de lo que aparece en cada momento. Después de destacar la labor social de los oteadores, llamados a su tarea porque no todo el mundo servía para el trabajo- por la voluntad de sus compañeros y ante todo para serviles. Pero me surgen varias dudas: entonces ¿si esa tarea no le pertenece al oteador, le pertenece a la masa colectiva? ¿ o si este colectivo negara al oteador- artista serlo lo sería realmente o simplemente lo son porque así lo ha decidido la masa colectiva? ]


De una manera magistral, Azúa compara a los oteadores con los artistas, a los presos con la sociedad y el respiradero con el arte. El arte como aquí se representa, no es algo que todos puedan hacer de una manera adecuada. Es algo que necesita tener una visión clara y particular para poderla trasmitir a toda la sociedad. Lo importante no es hacerlo de una manera realista, ni de una manera totalmente improvisada. Lo importante es contar algo, por medio de la ideas. En el artista casi siempre se supone una disposición especialmente sensible frente al mundo que lo rodea Azúa nos muestra todas las situaciones que se dieron en los vagones desde el punto de vista de los condenados (espectadores) y de los oteadores (artistas) ya que no todos reaccionaban igual haciendo una comparación con esa relación artista- sociedad- arte:

- Escépticos: unos pocos presos se mostraban escépticos y rehusaban colaborar. Ponían toda clase de inconvenientes en colaborar, y luego se negaban escuchar y aun hacían burla imitando a los oteadores. Pero incluso los más escépticos atendían disimuladamente cuando los oteadores sabían explicar lo que veían. Porque, como es natural, no todos los elegidos servían para la tarea y había que cambiarlos de vez en cuando. Incluso a menudo.

- Oteadores: en esta clase de personas el autor también nos muestra las diferentes situaciones que se dieron:

* Las primeras veces que los oteadores se alzaban hasta la ventanilla, no tenían fuerzas para hablar pero de pronto se elevaban y veían la luz del sol, o de la luna, o un perro, o un río. Balbucían algunas palabras y luego se ahogaban en sollozos. Sus compañeros solían mostrarse comprensivos y les daban un tiempo para reponerse e intentarlo de nuevo. Algunos, con el aplomo que da la experiencia, iban adquiriendo cierto control sobre sí mismos.

* Otros no podían resistir la tensión y se negaban a seguir haciendo de oteadores pues, según decían, para soportar el horror es mejor no ver nada, y hacer como si sólo hubiera un mundo, el de los condenados a muerte. Lo que presupone es que hay artistas que no llegan a este parámetro, se ahogan en su dificultad, se estresan y se dan por vencidos. Y otros, que por su larga experiencia, pueden controlar más sus impulsos para contar de una mejor manera sus visiones; nos invita a no darnos por vencidos, a buscar la mejor manera de contar lo que queramos contar.
* También sucedía que ciertos oteadores decepcionaban a los condenados porque sus relatos eran demasiado minuciosos, exactos y científicos. Decían de éstos que eran malos vigías, y sus compañeros aceptaban la información pero los sustituían de inmediato por otros no tan rigurosos.

* No decepcionaban menos los distraídos, aquellos que daban una visión dispersa, inconexa, improvisada, y sin orden ni concierto del panorama

* Irritaban también quienes lo interpretaban todo desde sus impresiones personales, como que a ellos les parecía demasiado verde una planta o muy sucio un leñador... Ni la ciencia ni la inocencia, ni la verdad objetiva ni la expresión subjetiva les eran de ninguna ayuda a los condenados.
*Pero se daba el caso de que los oteadores más apreciados eran aquellos que referían con acierto la existencia de un mundo verdadero, libre de la tortura y del horror, un mundo luminoso pero atado al mundo de los condenados por signos indescifrables. Sus compañeros podían pensar entonces que aquella mujer con el niño vería la mano, o algunos dedos de la mano, agitándose desde la mirilla, y que quizás así la mujer se convencería de que había gente muriendo en los vagones. Gente con manos, indudablemente. Y guardaría memoria de ello y algún día lo contaría a sus nietos. Así siendo lo que contaban trascendental parecía redimirse una parte del dolor aunque sólo fuera de un modo muy ideal. En los buenos relatos, los presos tenían la certeza de que algo circulaba de los unos a los otros, de los condenados a los libres, del mundo de la muerte al mundo de la vida. Un signo indescifrable, como el rayo que desciende del cielo ilumina la noche un instante, ponía en relación dos universos que se desconocían mutuamente. Y a los presos les era indiferente que de verdad el oteador hubiera sacado la mano o que la mujer la hubiera visto, pues lo esencial para ellos era sentirse partícipes del mundo de los vivos y pertenecientes al mismo, aunque sólo fuera por unos segundos.

El oteador de los vagones cargados de condenados era el único que tenía, no ya fe, sino constancia de la existencia de otro mundo en el que las leyes permitían vivir a la luz del sol. La vida de los condenados hacinados en el vagón era espantosa, pero si el mundo de los vivos era verosímil, entonces la vida del vagón se convertía en una ficción resultante del juego de otras leyes que condenaban a vivir en el horror, sin culpa alguna ni haber sido acusados de nada. Se mantenía ese modo la esperanza de que el horror tuviera un final.

Mientras el oteador era capaz de mantener la veracidad del relato, mientras lograba convencer a sus oyentes acerca de la realidad del mundo luminoso, entonces el mundo del horror permanecía como la otra ficción. La realidad del mundo luminoso y la realidad del mundo de la muerte se sostenían la una a la otra como ficciones mutuas, y nadie podía demostrar el triunfo de la una sobre la otra. Sólo cuando las leyes del mundo de la muerte y las del mundo de la vida coinciden, sólo entonces la tarea del oteador carece de sentido y es inútil porque nadie le necesita. Pero cuando eso sucede, como en nuestros días posiblemente suceda, no sabemos si la indiferencia hacia oteadores, cronistas y vigías es el resultado de la victoria del mundo luminoso (es decir, del permanente desvelamiento de lo viviente) o el triunfo del escepticismo y la resignación de los condenados. Los espectadores esperan del artista que les muestre un mundo verosímil, que haga que su mundo parezca una ficción. Los espectadores no quieren que el artista muestre el mundo que ellos ya conocen y perciben, sino que esperan de él que represente un mundo nuevo, al que ellos no tienen acceso. Así son rechazados los artistas que presentan una descripción minuciosa del mundo, del mismo modo que son rechazados aquellos que dan una visión confusa, incierta y desordenada del mundo. El papel del artista -como el del oteador- sería inútil si lo que describiera, lo que comunicase al espectador es lo que el espectador ya conoce.

Añadamos, para concluir, un último punto de gran relevancia en nuestros días. A pesar de que las relaciones entre los condenados y los oteadores llegaron a ser muy densas e incluso en algún vagón casi institucionales, ni uno solo de los oteadores olvidó a cuál de los dos mundos pertenecía, aunque conociera dos mundos igualmente reales y verosímiles. En ninguna de las memorias y diarios que he podido leer aparece jamás un oteador que exigiera ser mantenido por la comunidad de presos.

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